Biografía
Así lo recuerdo…
Vengo de mi infancia. —Julio Cortázar
Nací en San Juan, Puerto Rico hace ya bastantes años, tantos que prefiero no sacar la cuenta. En mi casa vivían ya mi papá, mi mamá y mi hermano mayor, que todavía no había cumplido un año. Poco tiempo después nació el hermano que me sigue y luego otro. Mi primera visión del mundo fue el de aquella casa modesta, llena de cunas, biberones y pañales, que iba haciéndose más pequeña cada vez que recibía un nuevo bebé. Una casa bulliciosa de llantos y risas, cantos de nanas y tuntunecos. ¡Cuántas palabras dulces, cubiertas de besos y con sabor a leche fueron las palabras de mis primeros años!
Siempre estábamos juntos mi hermano mayor y yo. Por seguir detrás de él comencé mi vida escolar a los tres años en el Colegio de la Inmaculada en Santurce. Aunque él se fue a otra escuela al pasar a segundo grado yo permanecí en mi colegio hasta que me gradué de escuela superior. La mayor parte de mi niñez transcurrió allí, en ese edificio que me parecía enorme y majestuoso y que sentía mío porque había sido diseñado y construido por mi abuelo. Vestí, durante todos esos años, un uniforme azul sobre una blusa blanca de mangas largas, medias blancas de algodón que cubrían toda la pierna y zapatos negros amarrados. Sustituí entonces las nanas por rondas y canciones que alternaba con salves y letanías. Las palabras de esos años olían a incienso y sabían a “pan de ángel”, como llamábamos a los trocitos de oblea que sobraban al cortar lo que luego serían hostias y que nos regalaba sor Dolores, la encargada de la sacristía.
Cuando iba a nacer el cuarto de mis hermanos nos mudamos a una casa más grande porque ya no cabíamos en aquella. Yo soñaba con una hermana para tener con quien jugar a las mamás y a las maestras, pero, otra vez, nació un varón. Después, algunos años más tarde, el día en que cumplí diez años, recibí un regalo muy especial: mi quinto hermano.
Allí estaba yo; era parte de una familia numerosa y, sin embargo, a veces me sentía tan sola… Mi vida era bastante sedentaria. Nunca me encaramé en los árboles ni corrí bicicleta ni aprendí juegos en los que se usa una pelota con excepción de los jacks o -como acabo de descubrir que se dice en español- matatenas, en el que no había quién me ganara. No aprendí a bailar trompos, ni volé chiringas, ni jugué con gallitos de algarrobo porque tenían muy mal olor. Ahora pienso que tal vez mis juegos solitarios desarrollaron mi imaginación y me acercaron a la lectura. La princesa de los mares, como me decía mi papá, inventó un mundo silencioso que era solamente de ella y en el que las palabras eran sólo pensamientos, ideas o sueños.
La familia siguió creciendo y, al fin, cuando ya casi no jugaba con muñecas, llegaron, primero una y después otra, las tan deseadas hermanas.
Y yo también crecí. Cuando me di cuenta, ya era una adolescente confundida que, como Peter Pan, quería seguir siendo niña y no tenía idea ni me interesaba averiguar lo que sería cuando fuera grande. Las palabras entonces eran muchas, a veces mezcladas, indescifrables, incomprensibles, paradójicas… Así llegué a la universidad. Estudié ciencias y educación, y me convertí en maestra.
No fue hasta que comencé a criar a mis hijos, a darles lo que otros me habían dado a mí, a acercarlos a la lectura y a escribir para ellos, que descubrí mi escondida vocación. Así fue como al tratar de convertir a mis hijos en lectores entusiastas ellos me convirtieron en escritora.
Pero ese es otro cuento…